Artìculos y textos

¡Existo! Luego diseño
  Ego-diseño, o la bestia que debemos encadenar



Durante toda mi vida profesional he debido, de una u otra manera, enfrentarme a distintos dilemas que han afectado mi desempeño profesional. Muchos de éstos tenían o tienen que ver con mi manera de percibir las cosas, incluso el diseño mismo, desde mi propia perspectiva —claro está—; y algunos otros han sido ocasionados por ser el receptor de la percepción que sobre mi labor han tenido, o tienen, fundamentalmente mi círculo de colegas o compañeros de trabajo —diseñadores por supuesto—.
Dichas disyuntivas han estado siempre relacionadas con ese concepto abstracto que llamamos ego; esa parte del ser, del yo, que determina muchas de nuestras acciones profesionales y que, en ocasiones, sirve de herramienta para la superación y —quizás con mayor frecuencia— de piedra de tranca para acceder al óptimo desempeño profesional.
Recuerdo que desde mi etapa de estudiante cuando se criticaba una de mis propuestas o entregas de diseño en clase inmediatamente me ponía en tensión, en un estado de alerta defensiva en la que cada opinión era escuchada con atención, mas no reflexivamente, y a la espera del premio: la critica positiva y halagadora —justa y bien merecida ante nuestro ingenio y esfuerzo—; o el castigo: la critica adversa —injusta e inmerecida situación, desde luego—.
Este panorama se repetía —con matices, por supuesto— entre casi todos mis compañeros a lo largo de toda nuestra experiencia educativa. Ni nosotros ni nuestros profesores de entonces entendíamos las consecuencias que a la larga tendría esa actitud ante la crítica en nuestro futuro profesional.
Lamentablemente, pienso que somos parte de un sistema que ha insistido constantemente en formarnos para un «personalismo» mal orientado, que nos preparó para el «qué dirán» y cómo enfrentarlo, pero muy poco para escuchar y asimilar con atención la crítica y nada o casi nada para la sana autocrítica. No solo nos preocupa la opinión de los demás sobre nosotros mismos, sino que nos empeñamos en mantener —en lo personal— la idea de que somos, en un sentido prácticamente absoluto, únicos, especiales, infalibles e irrepetibles en el entorno profesional. Para ello, por lo general, nos colocamos en una posición que está más allá del bien y del mal: en los recintos destinados solo a los dioses, en este caso no del Olimpo, sino del diseño.
En opinión de muchos colegas, nadie entiende las particularidades de la profesión con la misma «profundidad» con la que cada uno de ellos lo hace. Estamos absolutamente convencidos de que tenemos un «don especial», ¿cómo podríamos entonces equivocarnos?
En uno de esos tantos encuentros que frecuentemente sostengo con otros diseñadores, uno de ellos manifestó su parecer ante los que nos encontrábamos presentes sobre un tópico relacionado con algún fundamento del diseño que en el momento se estaba discutiendo. Ingenuamente, le manifesté que, si bien respetaba su opinión, no estaba de acuerdo con su punto de vista sobre el tema. ¡Mas hubiera valido no haber realizado tal comentario! De inmediato lanzó imprecaciones al cielo, a todos y muy especialmente a mí, alegando la infalibilidad de su parecer y añadiendo, además, que no había forma ni manera de oponerse a él pues «él estaba en la razón y punto». Esto, evidentemente, generó sorpresa y preocupación entre los presentes. Sin embargo, este tipo de conducta suele ser cada vez más frecuente; esta anécdota es solo un ejemplo de cómo hemos venido alimentando durante años a esa bestia gigantesca que denominamos ego.
Según Freud: es el «principio de realidad», es consciente y tiene la función de la comprobación de la misma, así como la regulación y control de los deseos e impulsos provenientes del Ello. Su tarea es la auto conservación y utiliza todos los mecanismos psicológicos de defensa. En lo particular, no pienso que este concepto abstracto sea intrínsecamente negativo, al igual que no creo en la falsa humildad. Pienso que el problema radica en el contexto especifico de nuestra vida profesional, en dejarnos llevar por el ego o en saber controlarlo.
Conversando hace poco, por medio del Facebook, con un amigo radicado recientemente en los Estados Unidos, le pregunté cómo estaba enfrentando la crisis económica actual y cómo esta lo afectaba, a lo que me respondió que, entre otras cosas, había tenido que aprender a encadenar fuertemente a ese animal que convivía con él y que, por supuesto, no era otro que el ego; las circunstancias lo habían llevado a ser más humilde, a adaptarse mejor, a ser mas flexible… En definitiva, estaba aprendiendo a controlar su concepto de sí mismo, lo que no implica en lo más mínimo renunciar a él.
Como profesionales constantemente debemos enfrentarnos a la critica; para ello es nuestra obligación estar preparados, entender que no trabajamos para nosotros mismos y que, mucho menos, diseñamos para nosotros mismos: muy por el contrario, lo hacemos para un comitente con problemas específicos en el área visual, que espera también soluciones especificas a sus problemas.
Creo que es fundamental aprender a testar, revisar nuestro trabajo, establecer mecanismos de comparación y verificación amplios e idóneos. No es posible, ni aconsejable, que solo impere nuestro criterio a la hora de ofrecer respuestas y soluciones. No se trata ni remotamente de atacar nuestro talento o aptitud, pero debemos entender que, por grande que este sea, no escapa a la crítica y mucho menos a la posibilidad —siempre presente— de cometer errores —condición, como sabemos bien, fundamentalmente humana—.
Un buen amigo, destacadísimo diseñador, realizó en una ocasión una serie de portadas para una revista de comunicación visual y publicidad; si bien eran geniales en casi todos sus aspectos, no dejaba de llamar la atención que, sobre las mismas, destacara su propia firma en un gran tamaño, en puntos, incluso mayor que el de los titulares de la publicación en cuestión. Este tipo de situaciones son, desde mi punto de vista, ejemplos del más puro «ego-diseño», que no deja de influir en nuestro oficio y que muchas veces se convierte en una abierta negación de los principios básicos del diseño mismo.
Recuerdo una anécdota relatada por el excelente diseñador argentino y amigo Ronald Shakespear, en una conferencia a la que tuve la oportunidad de asistir en la ciudad de Sao Paulo —en Brasil—, sobre algunos pormenores relativos a la preparación de un papel que realizó el mundialmente famoso actor Anthony Hopkins para la película titulada en español «Lo que queda del día». Hopkins debía representar a un mayordomo, por lo que acordó una cita para tomar té con un antiguo y real mayordomo inglés, con la clara intención de que este le diera claves importantes para representar fidedignamente el papel en el film. La cita se concretó y ambos personajes hablaron amenamente sobre diversos temas durante algún tiempo; al final, cuando estaban a punto de despedirse, el conocido actor le preguntó –con evidente y especial interés– al viejo mayordomo lo siguiente: «¿Dígame usted, si es posible, en qué consiste ser un buen mayordomo?», a lo que le respondió, después de unos pocos segundos de reflexión, el anciano: «En entrar a una habitación a servir y que esta esté ahora más vacía que antes». No creo haber escuchado nunca algo que definiera de manera tan apropiada la función del diseñador, pues, sin duda, lo importante, definitivamente, es el resultado final de nuestra labor y no quién la realizó; los méritos siempre vendrán solos para quién ejerza con propiedad el oficio.
El diseño debe ser primeramente evidente como eso, como lo que es, como diseño y no como el trabajo de fulano o mengano; el diseño se debe fundamentalmente a la función, a su compromiso indudablemente practico, si no los diseñadores estaremos constantemente insistiendo en contribuir con una clara y abierta deformación del oficio que, en vez de concentrarse en la búsqueda de respuestas y soluciones adecuadas a dilemas comunicacionales determinados, se centrará en la promoción de vedettes, de estrellas que brillen tanto en el firmamento como para opacar finalmente su propia labor profesional.





GAVEDI, una labor promotora de nuestra cultura visual.


  Desde el año 2004 fué creada la Galería Venezolana de Diseño como un espacio expositivo alternativo dedicado a la proyección de nuestra cultura visual. Más de siete exposiciones en las que se han alternado diferentes posibilidades de la comunicación visual son todo un aval.
La galería Venezolana de Diseño exhibe en forma permanente la colección
de diseño gráfico venezolano más importante del país que abarca por lo menos siete décadas de la historia de la comunicación visual en Venezuela en un recorrido que va desde El Cojo ilustrado, la Tipografía Vargas, las revistas Shell y El Farol, la labor pionera de profesionales de la talla de Rafael Rivero Oramas, Carlos Cruz´Diez, Larry June, Nedo M.F; y Gerd Leufert. Sin menospreciar el trabajo de diseñadores de la talla de Santiago Pol, Álvaro Sotillo,Oscar Vásquez, John Lange, Ibrahim Nebreda, Luis Giraldo, Carlos Rodriguez, Aixa Díaz, Waleska Belisario, Carolina Arnal, Ariel Pintos, John Moore, Annela Armas, y muchas otras figuras del diseño y de la comunicación visual venezolana.


Fotografía: Carlos Contreras y J.C.Darias.

 ¿El diseño ha perdido el rumbo?

En los últimos años, los cambios sufridos por el entorno visual han sido, sin duda, extraordinarios. Y casi todos ellos han surgido como consecuencia de importantes avances tecnológicos, detonantes indiscutibles de una nueva alfabetidad visual que se ha impuesto progresivamente a nivel mundial. Los tiempos de la Bauhaus, como los del diseño suizo y su influencia en el contexto de la percepción, parecen haberse diluido ante una nueva realidad visual determinada por nuevos enfoques en la aplicación de factores fundamentales como la espacialidad, la dimensionalidad, la temporalidad de los códigos destinados a permitir y optimizar la comunicación —como los tipográficos y los pictográficos—, aplicados ahora bajo la impronta de nuevas condiciones cada vez más cuestionadas al someterlas al escrutinio y análisis de comunicólogos, semiólogos y demás especialistas en el tema.

¿Qué sucede entonces con la aplicación de los códigos propios de la comunicación visual? La juventud actual y los nuevos profesionales se dirigen con la misma vertiginosa velocidad de los avances tecnológicos hacia… ¿dónde? Los procesos, otrora tan importantes para el ejercicio conceptual y funcional del diseño, prácticamente han desaparecido inclusive de los entornos académicos, no ya solo de los profesionales. Herramienta y disciplina son confundidas constantemente hasta el punto de ser aceptadas en el contexto profesional, siendo un axioma válido el confundir las habilidades de un operador de programas para la realización y edición de material gráfico y editorial con los fundamentos mismos del diseño. ¿Dónde queda entonces todo aquel bagaje necesario para ejercer nuestro oficio? Resumido, quizás, en una sola palabra: «cultura». ¿Cómo se puede aplicar con éxito la paleta de colores de los programas de computación desconociendo la teoría básica del color o, desde la perspectiva práctica, saber lo que es mezcla, saturación, tono, pigmento, adicción, entre muchos otros conceptos teóricos-prácticos del color? No mencionemos siquiera los aspectos compositivos y sus posibilidades.

Es una constate observar en todo el mundo la cara de tedio y fastidio del estudiante común de diseño. Lo que se impone es una frenética carrera para «hacer cosas»; no importa si responde este «hacer» a resolver verdaderas necesidades: lo importante es la brevedad, no ya del ser sino del hacer.
Documentarse no es necesario y la historia no es más que un cuento aburrido y sin sentido de un poco de «viejos» que realizaron cosas también viejas y pasadas de moda —como, por ejemplo, libros—. Los videojuegos son la nueva alternativa de conocimiento y entretenimiento, con el consiguiente peligro distorsionante que implican y que no hace más que alimentar la actitud apática de los jóvenes hacia el saber como valor fundamental de cualquier disciplina o profesión. Ellos están acostumbrados a un entorno visual lleno de efectos especiales, efectos que han sido insertados en el entorno gráfico gracias a la mala utilización de programas como Photoshop; esto ha permitido la aparición de una nueva clase de pseudo-diseñadores denominados en el ambiente como «fotochoperos», comunicadores visuales caracterizados por su habilidad para utilizar plug-ins y efectos 3D y, claro está, ser «rápidos y efectivos», según su opinión «profesional». Para realizar un cartel estos neófitos pueden llegar a sobreponer treinta o cuarenta capas.

Ya se había hecho difícil incentivar a la juventud por la lectura, ahora ni siquiera a que escriban con propiedad podemos aspirar. La brevedad se impone nuevamente y como ejemplo de ello tenemos los llamados «mensajes de texto», que constantemente son enviados y recibidos por medio de teléfonos móviles en los que el lenguaje escrito es abreviado hasta pisar los límites de la comprensión. Estamos quizás de acuerdo en que aún así hay comunicación, ¿pero es esta realmente efectiva? El manejo del espacio entre letras o palabras, la búsqueda anteriormente importante de la legibilidad es un principio indispensable en el manejo de las virtudes tipográficas que ha desaparecido en muchos impresos. El libro convive en la actualidad con miles de publicaciones que no están hechas para ser leídas sino vistas y, por supuesto, de manera rápida sin exigir ningún compromiso intelectual para el que no tiene ganas de leer ni tiempo para ello.

Esta nueva e instantánea usabilidad de la tecnología está afectando a la comunicación en un amplio —pero muy amplio— espectro y no solo a la vertiente visual. Hace muy poco, en un largo viaje en tren que realicé en Francia desde la ciudad bretona de Quimper hasta el Santuario de Lourdes —con una duración de más de nueve horas— observé cómo, encontrándonos seis personas en la cabina de un vagón, la comunicación fue nula: fue como si cada uno de nosotros no formara parte de la realidad de los otros. Ya fuese porque nos comunicábamos a distancia con un amigo por medio del teléfono móvil o porque nos encontrábamos sumergidos en unos audífonos escuchando música con un reproductor de MP3, lo cierto es que lo inmediato se ignoraba.

Incluso se han restringido otros códigos visuales, como los de los gestos faciales y corporales, pues ya no es tan frecuente que las personas se miren entre sí. ¿Será acaso más intensa la comunicación con una pantalla en la que imágenes en movimiento o sonidos capturan nuestra total atención hasta el punto de aislarnos del contexto en que nos encontramos, o se tratará más bien de un problema de contenido?, ¿estaremos a las puertas de una sociedad autista en la que finalmente el hombre sea atrapado y confinado a la percepción, y disfrute sólo de realidades virtuales efímeras e insustanciales, determinadas por la rapidez del movimiento de sus elementos formales?
La apariencia se ha hecho más importante que la función, los nuevos valores estéticos son también afines a esa inmediatez que parece empeñarse en convertir en desechable aún a la sociedad misma, con la consiguiente preocupación que implica el saber que el diseño no deja de hacerse cómplice de dicha situación y que asume posiciones genuflexas ante las exigencias de un libre mercado que tiene más interés en la producción de bienes efímeros, tanto en apariencia como en función, que permite la apresurada inserción de nuevos productos «consumibles» sin que importe demasiado si éstos tienen sustancia o siquiera justificación —al menos en el caso latinoamericano nos vemos inundados literalmente con basura—, lo importante es que puedan ser insertados en el mercado.

En esta loca carrera por lo inmediato, por lo aparente, la alfabetidad visual comienza a verse comprometida. ¿Acaso desaparecerá el diseño como proceso mental, partiendo de las herramientas generadoras o modeladoras de cambios positivos y de valor social en el entorno, o su futuro será la superficialidad y la inmediatez?
No hace mucho, en un evento de comunicación visual en la ciudad de Valencia (Venezuela), uno de los ponentes, un destacado y reconocido publicista que ha hecho vida profesional en el país, luego de mostrar una selección de comerciales coordinados por él para la televisión en la agencia publicitaria en la que trabajaba en el momento, dejó en la pantalla como síntesis de su pensamiento lo siguiente: «Más vale un error rápido que un acierto lento». Saquen ustedes sus conclusiones.
Finalmente, cabe preguntarse: ¿serán más importantes entonces los por qué que los cómo? Esperemos que no: la esperanza es lo último que se pierde.

Juan Carlos Darias
Publicado el 29/09/2008

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